Tenemos el agrado de presentarles el libro "Forma y pedagogía: El Diseño de la Ciudad Universitaria en América Latina", del diseñador, arquitecto y urbanista mexicano Carlos Garcíavelez Alfaro. Recientemente publicado en versión bilingue por Applied Research & Design, el libro comprende un recorrido a través de la historia, diseño y legado de las ciudades universitarias y campus más importantes de los últimos sesenta años en Latinoamérica, describiendo la significancia de estas obras de infraestructura educacional como símbolo de progreso, experimentación y expansión urbana de las naciones latinoamericanas.
Lee, después del salto, la reseña escrita por Ana María Durán.
El libro de Carlos Garciavelez nace de un recorrido transcontinental, de un viaje de investigación, promovido por su interés en estudiar ocho de las principales ciudades universitarias de América Latina. Una tras otra aparecen desplegadas de norte a sur a lo largo de las 425 páginas que componen el libro: la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), diseñada por Mario Pani y Enrique del Moral en la década de los 40; la Universidad de Puerto Rico – Campus Río Piedras, cuyo plan maestro fue diseñado primero por la firma de Chicago Bennett, Parsons & Frost y luego por el alemán Henry Klumb entre las décadas de los 20 y los 40; la Ciudad Universitaria de Caracas, de Carlos Raúl Villanueva, proyectada y ejecutada entre los 40 y los 50.
En esta edición también nos encontraremos con la Universidad Nacional de Colombia, diseñada por los alemanes Leopoldo Rother y Fritz Karsen (pedagogo) en las décadas de los 30 y 40; la inicialmente Universidade do Brasil, luego Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), imaginada por figuras como Marcello Piacentini (1935), Le Corbusier (1936), Lucio Costa (1937) y eventualmente trazada por el brasileño Jorge Machado Moreira (1955-1972); la Universidade de Brasília (UNB), diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer en la década de los 60; la Universidad de Tucumán en la Sierra de San Javier, una ensoñación de los años 40, cultivada por los argentinos Eduardo Sacriste, Horacio Caminos, Jorge Vivanco y el ingeniero estructural Pier Luigi Nervi; y por último, en el extremo sur que alcanza la geografía del libro, la Universidad de Concepción, fundada en 1918 y delineada a inicios de los 30 por el austríaco Karl Brunner para ser reformulada en la década de los 50 por el chileno Emilio Duhart.
Con sus textos e imágenes de gran formato, Garciavelez nos embarca en un doble discurrir, haciéndonos oscilar entre el ayer y el ahora, entre el norte y el sur de las Américas, sin dejar de hacer visibles los hilos que entretejen la gran red de relaciones que permitió que el movimiento moderno de la arquitectura, resumido en el aforismo Estilo Internacional acuñado por Henry-Russell Hitchcock y Philip Johnson para la muestra homónima de 1931 en el MOMA, se implantara en América Latina, luego de sufrir las transmutaciones que le impusieron diversos climas, culturas, tecnologías, condiciones socio-económicas y creatividades individuales. El modelo comparativo que utiliza Garciavelez para narrar la génesis y evolución de la tipología favorecida por la región para estructurar y modernizar su sistema de educación superior, la ciudad universitaria, permite notar cómo este híbrido de campus norteamericano y fundación urbana moderna, de campo y ciudad nueva, de perímetro y centralidad, va adquiriendo características peculiares en cada trasvase, conforme lo moldean distintas mentes y lugares.
En la UNAM de México D. F., el horizonte del suelo se desdobla en una serie de terrazas, rampas y canchas que resuelven los desniveles y aluden al rico pasado prehispánico de Mesoamérica para construir una modernidad azteca plagada de murales enormes, que se aferran como corales, a la vida mineral de una universidad que busca resucitar la grandeza de Teotihuacán en la usanza moderna. Los relieves dinámicos y futuristas de Siqueiros dialogan con muros intervenidos por las mitologías de Juan O`Gorman o la crítica social de Ribera, en una orquesta iconográfica que recuerda a las estaciones de los peregrinajes católicos, los retablos-texto de las iglesias, o la propaganda a gran escala de las vallas publicitarias del mercado capitalista: lenguajes abiertos, públicos; el Arte extirpado de la galería o el museo para ser visto y disfrutado por todos a escala urbana. La arquitectura, como en otros tiempos, vuelve a ser soporte de las expresiones visuales.
En San Juan nos encontramos con una ciudad universitaria collage cuya composición resulta de la convivencia entre diversos vestigios que responden a planos diseñados según las leyes de distintos paradigmas. La particular condición geopolítica de Puerto Rico se traduce en un traslape de modernidad anglosajona sobre hispanidad proyectada como recinto neo-colonial. Entre las capas de esta ciudad universitaria collage tiene particular interés aquélla paisajística, influenciada por el trabajo de Frederick Law Olmsted, quien jugó un papel definitivo en la conceptualización del campus universitario estadounidense como parque en un contexto suburbano. Le subyacen líneas derivadas de los principios compositivos de la Escuela de Bellas Artes de París y se superponen otras modernas, leales a los cinco principios de la arquitectura corbusiana y los lineamientos urbanos de CIAM, pero “tropicalizadas” en una arquitectura de singular belleza modular.
La tercera variación es, para mí, la más interesante y original: la Ciudad Universitaria de Caracas, que bien podría llamarse Ciudad Museo. La síntesis entre arte y arquitectura a la cual aspiraba Villanueva alcanza su paroxismo en las relaciones múltiples que se establecen entre el arte de construir y las artes visuales: desde el baile que realiza la arquitectura para iluminar, enmarcar y rodear una pieza de arte autónomo, protagonista en el espacio, hasta la integración total, funcional que se logra en el arte acústico del móvil diseñado por Calder para el Aula Magna, en colaboración con arquitecto e ingenieros.
Todo esto fue llevado a cabo sin descuidar las posibilidades del arte como muro y mural, al estilo de la UNAM, pero en términos mucho más abstractos, y llegando a comprender dicho concepto de manera fragmentada, como mural cuyas piezas pueblan un espacio urbano que sólo puede ser reconstruido a través del ensamblaje mental del mismo, en base a una trayectoria, al movimiento que el ser humano realiza, haciendo de su caminar y observar un acto artístico, de participación, capaz de recomponer en el ojo la memoria urbana. Como podemos ver en los planos históricos que cuidadosamente vuelve a trazar Garciavelez, el diseño de la Ciudad Universitaria de Caracas también atravesó varias etapas de transformación que, mediante una serie de diálogos nacionales e internacionales, la llevaron de su forma academicista original a otra moderna pero permeada con la arquitectura vernácula, colonial y orgánica que parece estimular el clima del trópico.
La ciudad universitaria de los diagramas pedagógicos, la de Bogotá, llega cuarta por su ubicación geográfica, pero si Garciavelez hubiera escogido un ordenamiento cronológico sería la primera, no tanto porque ocupe literalmente esa posición, compartida con otras ciudades universitarias pioneras como la de La Habana, la de Concepción y la de Río Piedras (San Juan), sino porque su estilo arquitectónico y urbano actúa como bisagra entre el academicismo y la modernidad. La de Bogotá es una tipología de transición, de afiliación clásica en su base, pero depurada, modernizada, con un toque Bauhaus, de protomodernismo, de lenguaje intermedio, de anuncio de lo que está por venir. No sorprende que sus etapas evolutivas hayan sido identificadas y documentadas con la claridad a la cual aluden sus nombres: de “ciudad blanca”, a ciudad con “materiales a la vista”, a “racionalista” y, finalmente, “organicista”. Etapas que van capturando las transformaciones paralelas de la cultura arquitectónica bogotana.
Del otro lado, en el Atlántico, llegamos a la Isla Universitaria, la que fue Universidade do Brasil cuando Río de Janeiro era capital del gigante sudamericano, y se convirtió en Universidade Federal do Rio de Janeiro a partir de la incepción de Brasilia (1957). Su plan maestro pasó por dos terrenos, Península de Urca e Ilha do Fundão –una isla artificial- y por propuestas de Marcello Piacentini (1935), Le Corbusier (1936), Lucio Costa (1937) y Jorge Machado Moreira (1955). El doble traslado –de una capital a otra y de un solar a otro- produjo una condición de aislamiento que causó, por una parte, un sobredimensionamiento del complejo universitario (la mitad del Hospital Universitario tuvo que ser derrocada y áreas considerables permanecen subutilizadas) y una desconexión con la ciudad, que aún no cuenta con un transporte público apropiado que pueda compensar el hecho de que la ciudad universitaria –la isla ciudad- fue diseñada para el automóvil, tanto desde el punto de vista insular como metropolitano.
En Brasilia, en cambio, nos encontramos con un caso atípico de ciudad nueva dentro de ciudad nueva. En la ciudad universitaria de Brasilia aparecen ya algunos de los arquetipos que asociamos con la escuela paulista: las infraestructuras arquitectónicas de grandes puentes-edificio y el dinamismo formal de megaestructuras que asemejan viaductos extruidos o canales atrapados. Su historia es inexpugnable de la de Río de Janeiro, pero las ideas y proyectos desarrollados para Río, una ciudad costera con innegable carga histórica, se liberan en el territorio abierto del interior brasileño. Aparecen las estructuras de acero, como andamios, ligeras, dinámicas, adquiriendo velocidad dentro del hormigón, y el hormigón en aceleramiento, curvo, según los índices de giro de la velocidad modernizadora del desarrollismo. Los patios intermedios cubiertos por doseles en grilla de hormigón armado, alojan jardines tropicales en su interior. A esta mutación de la tipología de ciudad universitaria la podríamos bautizar como la universidad megaestructural.
En los Andes argentinos, en las Sierras de San Javier de Tucumán, se encuentra un caso muy particular de aspiración modernizadora. Como ocurrió en otras latitudes, la arquitectura moderna fue introducida como método pedagógico y hecho arquitectónico simultáneamente, según el postulado, no siempre verdadero, de que para renovar la educación es imperativo diseñarle un nuevo contenedor. En Tucumán, más que en cualquiera de las otras ciudades universitarias que nos presenta el libro, la arquitectura moderna se introduce en los suelos remotos de la cordillera como laboratorio de experimentación académica, pero no en intervenciones micro como las de Ritoque, la misma Taliesin, la Talca o el Rural Studio de hoy, sino a escala de una ambición megaestructural, recuperada por Reyner Banham como pionera en el mundo.
Una iniciativa semejante en las márgenes de la geografía argentina exigía de un enorme compromiso humano y financiero cuyo flujo, desafortunadamente, se secó. Las residencias con sus terrazas jardín, que fluyen para dar continuidad a la montaña y ser uno con ella, sobreviven junto a las arqueologías de las ruinas modernas, a medio construir, con sus moles de hormigón armado, testigos del ímpetu modernizador que bombeó las venas de América Latina desde frentes socialistas y comunistas, eventualmente sofocados por la guerra fría, el intervencionismo y una serie de dictaduras. Allí están, silenciosos, estos tótems de la modernidad, y los fantasmas de las estructuras y doseles vegetales de Nervi, para hacernos reflexionar sobre la condición actual y futura de este valiosísimo patrimonio arquitectónico y urbano moderno, que demasiado a menudo sufre de deterioro y descuido colectivo. Su impronta nos avoca hacia el concepto mismo de modernidad, ahora que parece resucitar bajo un nuevo ímpetu en toda la región, como si retomásemos un proyecto pendiente, pero cuando en el mundo “desarrollado” el modelo ya ha entrado en crisis, ha sido cuestionado y otros paradigmas se abren paso entre las grietas de la innovación.
América Latina oscila entre la duda, pues algunos proyectos no fructificaron, y la certidumbre: dos de sus ciudades universitarias son patrimonio cultural de la UNESCO. Nos debatimos entre la fe en la modernidad y el escepticismo ante su capacidad de extraernos de una condición todavía neo-colonial, de proveedores de materia prima.
En el extremo sur del libro, en Concepción, nos encontramos con otro caso feliz que podría describirse como barrio universitario por la integración que logra el plano de Brunner entre universidad y ciudad. Recogida en los Andes chilenos, la trama de una se extiende para ser la geometría estructurante de la otra. Los centros educativos y su eje de espacios cívicos están completamente embutidos en el tejido urbano, haciendo a la vida ciudadana partícipe de la vida universitaria y alcanzando ese estado ideal de integración entre academia y sociedad. Las ciudades universitarias generalmente se concibieron en los perímetros de las urbes, como nuevos polos de desarrollo, o como enclaves dentro de la ciudad. En el caso de Concepción, la ciudad universitaria actúa como barrio, como centro neurálgico de una cultura.
El viaje por las páginas de Garciavelez, como todo viaje de consciencia y aprendizaje, bien estructurado pero siempre dispuesto a sorprendernos, ubica el desarrollo de la ciudad universitaria latinoamericana dentro del contexto internacional de la arquitectura y la planificación urbana; como expresión de las aspiraciones pedagógicas, políticas y sociales de su tiempo y espacio. Su detallada diagramación de los cambios proyectuales y físicos nos permite seguir de cerca las contingencias y condiciones que terminan por determinar su configuración final, todavía en mutación. El libro deja claro un aspecto que encuentro sumamente relevante, ahora que nuestra profesión sufre de una seria falta de valoración: las ciudades universitarias se beneficiaron del cuidado y la visión de mentes específicas, de arquitectos con nombre y apellido, cuya voluntad de diseño sirvió de soporte capaz de estructurar y acomodar las vicisitudes del tiempo y la participación de decenas de otras voluntades creativas.
Llama la atención también, gracias a la visión concertada de un territorio “mayúsculo” que ofrece el libro, la presencia de investigadores dedicados a cada caso bajo escrutinio. El libro presagia la posibilidad de un simposio fascinante (la aparición de libro-simposio suele ocurrir en dirección contraria). Se pregunta uno, al cerrar las páginas y devolverlo al anaquel, lleno de anotaciones y diagramas, por qué la arquitectura se ha alejado tanto de sus conciertos con el arte. La pérdida es tangible y la que pierde es la ciudad.
Pero más importante aún, es que el libro cataliza un deseo por saber más, por investigar otros casos, como el de la Universidad Central de Quito, que tiene pendiente dentro de Ecuador una investigación exhaustiva, un trabajo de archivo, cuya ejecución se vuelve imperativa ante las transformaciones que sufre un patrimonio invalorable conforme escribo. Los murales de México y Caracas me indujeron a mirar los de Quito: aquí adquirieron forma de relieve esculpido en un solo material: la piedra negra de los Andes. Bajo otra forma se fragua otro palimpsesto de tiempos análogos, con eco ancestral y barroco, reinterpretados dentro de los lineamientos de una modernidad importada, asimilada y transformada. Y así, se van sumando las páginas invisibles de lo que en el lector estimula el escritor, conforme se desencadenan nuevas historias y nuevas memorias en el librero de su mente.
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